diciembre 11, 2009

El secreto por Laura Ayesa


Yo no voy a decir la verdad aunque vengan los dos, mamá con cara de por favor, Joaquín y papá con su dedo amenazante y los ya vas a ver y todo eso.

Claro que lo vi, si andamos juntos para todos lados. Matías lo levantó del mostrador en un descuido de Don Pancho, cuando nos dio la espalda para contar las bolitas. Una, dos, tres,...doce...ya está, un peso de bolitas, pibes.

Al salir del quiosco me lo mostró. Hicimos unos pasos, doblamos por la esquina del club y lo sacó del bolsillo de la campera. Le temblaban las manos con uñas comidas y sus cachetes eran rojos. De frío. De emoción.

Era gris, como de plata. Brillaba, tenía ruedas que prometían atravesar todos los caminos y lo que más le gustó a Matías era que venía en un estuche transparente, de plástico duro y ruidoso y cuando lo sacabas podías sentir ese olor, ése, el de los juguetes nuevos.

No pensamos que el viejo se iba a dar cuenta pero a la tarde tocó el timbre de mi casa. Perdone que la moleste, señora, pero su chico me robó...un autito de colección, de los importados, no vale una locura pero vio cómo es esto, hoy empiezan con un chiche, mañana un estéreo, otras cosas más grandes...Mamá dio un portazo y me nombró con un grito. Yo me escondí debajo de la cama y me tapé la cara con la frazada a cuadros.

Ellos quieren escuchar que yo no fui, que fue Matías porque vive cruzando el terraplén, donde hay calles de tierra, porque tiene una prole de hermanos y el padre los abandonó y entonces “la Susi no puede con tantos” y porque usa pantalones con parches, olor a mandarina en la cabeza y tiene carita de chorro, dice la directora.

Yo no voy a decirles de los ojos de mi amigo como de fiesta de cumpleaños, de todas las veces que soñó con un auto todo suyo, a estrenar. Tanto cascajo hecho con latas, maderitas, sobras. Siempre heredando de los otros, esperando con ganas esos que vienen en bolsita y no pesan nada, los que regalan en la salita para Navidad y duran dos días, y vuelta a pincharse la ilusión, la carrera, lo poco que había. Tanta cosa que no sirve a su alrededor, tanta escasez, tanta cena de pan duro y mate cocido...

Por eso, que piensen que soy un desagradecido porque me dan todos los gustos y encima ando robando, que me pongan en penitencia, que no me dejen ir a fútbol ni ver la tele, que el castigo dure cien años, lo que quieran, no voy a llorar. Que me reten. No me importa. Total, después de confesarme culpable, les digo que al auto lo tiré en el baldío. Que lo vayan a buscar, a ver si lo encuentran, já.

Imagen: La pobreza (dibujo)

Autor: Walter Rodriguez

diciembre 09, 2009

Descendencia

El hombrepájaro se enamoró de la mujerrata. Luego del prólogo de la pasión, común a todos los encuentros macho - hembra, buscaron un lugar donde vivir y envejecer juntos. La mujerrata eligió un depósito de cartón: galpón gigante con aspecto de loft venido a menos. El hombrepájaro accedió aunque hubiera preferido el tejado más alto de la iglesia, con vista panorámica al parque de los puentes y el fondo musical de las campanas.

Después de un tiempo de cuadrada convivencia el anuncio de embarazo por parte de la fémina vino a sacudirlos. Como una muerte no anunciada o un llanto de niño en las siestas de enero.

Una mañana oscura la descendencia asomó al mundo su grisácea cabeza: un pequeño murciélago gritón y ciego. Los padres se escandalizaron ante la progenie; no tendría la velocidad de la madre para escalar tirantes ni el asombroso plumaje ambarino del padre. Lo confinaron al exilio. No le dieron alimento ni apellido ni confortable cuna.

Desde entonces, danzan en la ciudad sucesores de aquel bicho con poca suerte, tratando, inútilmente, de armar su árbol genealógico. Como a otros, la orfandad los apartó de básicos privilegios.

octubre 10, 2009

hábitos

la virtud comía buenos modales

retazos de gestos bien amados

se hacía un collar de reverencias

y a solas exprimía

cual cítrico

cada uno de los dolores viejos

a medianoche despertaba

garganta seca ojos en rojo

buscando desesperada

algún exceso

desvaríos

servilletas mal dobladas

sábanas con sudores ajenos

algo que la resucitara

septiembre 22, 2009

Los 613 de tu tránsito de Luisa Futoransky

Están los corazones inteligentes, los corazones ordinarios, los groseros, mezquinos, de pocas luces, híbridos, hediondos, con sarro.
Los corazones arvejitas, los corazones hígado de pato.
Los que se hacen la mosquita muerta, duermen la siesta, te observan de reojo y despiertan cantando como locos.
Están los corazones que no te verán nunca jamás, los que te vieron y no viste, espiando, la ñata contra el vidrio.
El corazón estreñido, el corazón bofe, de pompa y circunstancia, corazón de lo que el viento se llevó.
Los puro cuore, purapinta y nada más que blablablá.
Los flor de ceibo, de morondanga y de madera terciada.
Los corazones mersa y murga, el corazón de querer y no poder,
corazón mitómano y bífido.

Hay corazones en remojo de vinagre, oporto y en champagne, corazones que te traen yeta y que los parta un rayo,
corazón donde estás y "por qué dejaste sola a la pobre Lu"
corazones arrugados y almidonados
corazones que más vale perderlos que encontrarlos
corazones al bies y en falsa escuadra.
Corazones oro, plata, platino y mucha esmeralda.
Corazones que te pasan factura,
corazones fuente de Juvencia
y gloria de Dios al anochecer en Galilea.
Corazones cenicientos, nomeolvides

Dama de corazones, corazonadas aceptar.

Tentación de Clarice Lispector


Ella tenía hipo. Y como si no bastara la claridad de las dos de la tarde, era pelirroja.

En la calle vacía, las piedras vibraban de calor: la cabeza de la chiquilla llameaba. Sentada en los escalones de su casa, lo soportaba. Nadie en la calle, sólo una persona esperando inútilmente en la parada del tranvía. Y como si no bastara su mirada sumisa y paciente, el hipo la interrumpía a cada momento, sacudiendo el mentón que se apoyaba amoldado en la mano. ¿Qué hacer con una chica pelirroja con hipo? Nos miramos sin palabras, desaliento contra desaliento. En la calle desierta ninguna señal de tranvía. En una tierra de morenos, ser pelirrojo era una involuntaria rebelión. ¿Qué importaba si un día futuro su marca iba a hacerla erguir insolente una cabeza de mujer? Por ahora estaba sentada en un escalón centelleante de la puerta, a las dos de la tarde. Lo que la salvaba era un monedero viejo de señora, con la cremallera rota. La aseguraba con un amor conyugal ya acostumbrado, apretándola contra las rodillas.

Fue entonces cuando se aproximó a su otra mitad en este mundo, un hermano de Grajau*. La posibilidad de comunicación surgió en el ángulo caliente de la esquina, acompañando a la señora, y encarnada en la figura de un can. Era un basset lindo y miserable, tierno bajo su fatalidad. Era un basset pelirrojo.

Allá venía él trotando, delante de la dueña, arrastrando su largura. Desprevenido, acostumbrado, perro.

La chica abrió los ojos asombrada. Suavemente avisado, el perro se paró delante de ella. Su lengua vibraba. Ambos se miraban.

Entre tantos seres que están preparados para volverse dueños de otro ser, allí estaba la chica que había venido al mundo para tener aquel perro. Él se estremecía con suavidad, sin ladrar. Ella lo miraba bajo los cabellos, fascinada, seria. ¿Cuánto tiempo estaba pasando? Un gran hipo desafinado la sacudió. Él ni siquiera tembló. También ella pasó por encima del hipo y continuó mirándolo fijamente.

Los pelos de ambos eran cortos, rojizos.

¿Qué fue lo primero que se dijeron? No se sabe. Tan sólo se sabe que se comunicaron rápidamente, porque no había tiempo . Se sabe también que sin hablar se pedían. Se pedían con urgencia, intrigados, sorprendidos.

En medio de tanta vaga imposibilidad y de tanto sol, allí estaba la solución para la chica pelirroja. Y en medio de tantas calles para ser trotadas, de tantos perros más grandes, de tantos desagües secos, allá estaba una chica como si fuera carne de su pelirroja carne. Se miraban profundos, entregados, ausentes de Grajaú. Un instante más y el sueño suspendido se rompería, cediendo tal vez a la gravedad con que se pedían.

Pero ambos estaban comprometidos.

Ella, con su infancia imposible, el centro de la inocencia que solamente se abriría cuando fuera una mujer. Él, con su naturaleza aprisionada.

La dueña estaba impaciente bajo la sombrilla. El basset pelirrojo finalmente se desprendió de la chica y salió sonámbulo. Ella quedó perpleja, con el acontecimiento en las manos, en una mudez que ni su padre ni su madre comprenderían. Lo acompañó con los ojos negros que apenas creían, doblada sobre el monedero y las rodillas, hasta verlo doblar la otra esquina.

Pero él fue más fuerte que ella. Ni una sola vez miró hacia atrás.

Escribiendo el currículum de Wislawa Symborska

¿Qué hay que hacer?
Escribir la solicitud
Y anexar el curriculum.
Sin importar lo largo
de la vida, el curriculum
ha de ser breve.
Rige la consistencia
y elegir bien los hechos.
Cambiar paisajes
por direcciones
y recuerdos borrosos
por fechas fijas.
De todos los amores
sólo el del matrimonio,
y de los hijos
nada más los nacidos.
Importa más
quién te conoce
y no a quién
has conocido
De tantos viajes, sólo
los internacionales.
Pertenecer a algo
y no: ¿por qué?
Menciones honoríficas
sin su razón.
Escribe como si nunca
hubieras hablado contigo.
Y pasaras de largo.
No hables de perros, gatos, pájaros.
Arrumba los recuerdos,
los amigos, los sueños.
Más sobre el precio,
menos sobre el valor.
Mejor el título
que el contenido.
Mejor la talla de tus zapatos.
que a dónde llevan.
A quién se supone que eres.
Anexar una foto,
la oreja descubierta:
lo que importa es su forma,
no lo que oye.
¿Y qué es lo que se oye?
El estruendo de la trituradora
que destruye expedientes.

definiciones de Laura Ayesa

se iba antes de haber llegado

era promesa silenciosa por las noches

olía a libro viejo y a madera

era un abismo a veces

otras la gloria, una jaqueca, un desarmarse

se confundía con las otras en la fila de los mercados

hasta volverse húmeda hilacha larga en los rincones

se silenciaba en acontecimientos multitudinarios

la confundía el olor de los otros invadiéndola

pegándosele al abrigo a las mejillas

tanto murmullo lejano ante los ojos

tanta inútil inocencia bajo el vestido

en ese mundo definitivo, atroz.